1) Un desplazamiento de problemática: del paro a la marginación
Producir
una interpretación crítica del presente reclama ante todo desplazarse
de unas problemáticas y unas categorías de análisis que, a fuerza de
circulación, tienden a instalarse como obvias. Es esa obviedad de las
lecturas la que dificulta la posibilidad de la crítica. La repetición
dogmática y omnipresente de un discurso de la crisis, con su
centramiento excluyente en el problema del paro, omite una problemática
comparativamente más grave en las sociedades europeas actuales: el
crecimiento acelerado y constante de la «pobreza» y de la «exclusión
social». Aunque la cuestión del «desempleo» es sin dudas relevante, tal
como es construido en el discurso hegemónico produce un efecto de
oscurecimiento con respecto a un drama mayor, que es el número creciente
de personas que no acceden a una cobertura satisfactoria de sus
necesidades vitales más elementales, con todas las consecuencias
psíquicas y sociales que ello acarrea.
Incluso una tasa de paro
inaceptable como la actual -que en España se acerca ya al 25 %- resulta
insuficiente para reconstruir un diagnóstico crítico del presente. La
tasa de desempleo no representa de forma suficiente la magnitud de la
catástrofe social, producto de unas políticas públicas que han recortado
drásticamente el gasto social y de una economía que estructuralmente no
sólo no está en condiciones de garantizar el pleno empleo, sino que
expulsa a una parte cada vez más relevante de la “población activa”.
En
estas condiciones, el actual sistema político-económico produce un
excedente que no tiene ninguna probabilidad de inclusión laboral (de la
misma manera que también dificulta su acceso a la vivienda, a servicios
públicos crecientemente restrictivos como la educación escolar y la
sanidad, a la participación en proyectos culturales autónomos o a
consumos culturales que no se agoten en la estereotipia normalizante de
los massmedia y de la industria cultural dominante).
La lógica de lo urgente posterga la reflexión sobre lo que, en este contexto, podría ser
otra forma de existencia social. El hueso del “paro” –convertido en un
significante vacío que explicaría todos nuestros males presentes- impide
siquiera pensar en las condiciones económicas, políticas y culturales
determinantes que han provocado esta situación. Difícilmente podremos
desarticular ese discurso hegemónico si no cuestionamos el modo y los
términos en que construye los “problemas” que luego promete resolver de
forma falaz. Para formular la pregunta en la terminología aséptica al
uso: ¿qué posibilidad de “reinserción laboral” tienen los “parados de
larga duración”, pertenecientes a “colectivos especialmente vulnerables”
en “riesgo de exclusión social” en las condiciones del presente? La
respuesta es evidente: ninguna. Constituyen un sobrante de vidas humanas de las que puede prescindir sin dificultad alguna.
Dicho lo cual, seguir insistiendo en resolver el problema del paro
sin inscribir esa problemática en un contexto histórico-político
concreto resulta una necedad. Si bien una alta tasa de paro sigue
resultando funcional al disciplinamiento social -garantizando la caída
del salario real, modalidades precarias de contratación, condiciones
laborales inaceptables y creciente desindicalización-, resulta ilusorio
suponer que la inclusión estadística en esa “tasa de paro” podría
equivaler, sin más y de forma general, a la posibilidad de una
reinclusión laboral de todas las categorías de parados. Dicho de otra
manera, en nuestro presente resulta cada vez más nítida la segmentación
de los parados, en la que algunas de sus categorías ni siquiera cuentan
como “ejército de reserva”: forman parte estructural de la «periferia
interior» del capitalismo; el punto muerto de una economía del
excedente que en su derroche necesita desechar ingentes masas de seres
humanos “no-reciclables”, esto es, definitivamente no-empleables.

Por su parte, las actuales
políticas económicas en España (aunque la referencia podría extenderse a
otros países europeos) no hacen más que agravar esta situación
estructural con medidas y decretos-ley que ahondan la opción de las
contrarreformas laborales y el ensanchamiento de la desigualdad, esto
es, el camino de la universalización del precariado:
congelamiento salarial, ampliación de jornadas laborales, incremento de
la temporalidad, aumento de la movilidad geográfica y funcional,
abaratamiento del despido y ampliación de las causas objetivas para
hacerlo procedente (incluyendo la disminución de ingresos en tres
trimestres consecutivos), facilidad para descolgarse de los convenios
colectivos por parte de las empresas, incremento de la desigualdad en
los términos de la negociación colectiva, deterioro de los derechos en
materia de salud de los trabajadores, etc. No es mi objetivo analizar la
reforma laboral sancionada recientemente; me contentaré con señalar,
como ya lo han hecho en otras ocasiones precedentes, que esa reforma
agravará más aún el problema del desempleo y constituye una política
regresiva que concede poderes absolutos al empresariado, consolidando la
asimetría en unas relaciones laborales ya de por sí desequilibradas.
Sin embargo, el auténtico pánico moral ante la posibilidad del paro (1)
no debería hacernos olvidar algo más fundamental: I) que “empleo” no
equivale en absoluto a una “garantía” en la cobertura de las necesidades
básicas ni mucho menos a un presunto “ascenso social” e, inversamente,
II) que el “desempleo” no equivale, en términos sociales, a “pobreza” de
forma invariante. En otras palabras, el acceso al empleo no equivale a
salir de una situación de pobreza. La categoría de «trabajadores
pobres», sin embargo, mantiene el equívoco, por sugerir la posibilidad
de que un trabajador podría no serlo: la idea de un «trabajador rico» es
una contradicción en los términos. En efecto, las social-democracias
europeas han construido la promesa de una mejora de las condiciones
económicas de vida mediante el trabajo asalariado. No es mi propósito
negar algunas conquistas al respecto asociadas al estado de bienestar,
pero en esta fase histórica es claro que esas conquistas están siendo
literalmente demolidas por las propias políticas de estado. El brutal
expolio sistémico al que están siendo sometidas las clases trabajadoras
-por más dispositivos ideológicos de legitimación que se desplieguen
para sostener lo contrario y a pesar de la omnipresente maquinaria de
propaganda masiva que trabaja para reconvertir simbólicamente el expolio en oportunidad de empleo-
no deja margen de duda. La política de “mejoras salariales”
(cuestionada por Marx por no apostar a la abolición de las actuales
relaciones de producción) se revela finalmente como ilusoria: la
precarización de todas las categorías de trabajadores implica un nuevo
lazo entre trabajo asalariado y carencia, incluso si no todas esas
categorías sociolaborales están similarmente afectadas por la
precarización.

La tesis marxiana de la paulatina proletarización de la sociedad
adquiere hoy otro sentido: remite no ya a un crecimiento relativo de
trabajadores asalariados (dado el aumento porcentual del paro y la
disminución global de trabajadores en el aparato productivo), sino al
incremento de la “prole” en situación de miseria o, en mayor medida, en
condiciones deficientes de vida (con independencia a si el sujeto accede
o no a los mercados de trabajo). En la raíz etimológica de término está
contenida esta doble significación. Como es sabido, en El manifiesto comunista,
«proletario» equivale a miembro de la clase obrera, o más ampliamente,
de la clase asalariada: en contraposición a la burguesía como
propietaria de los medios de producción, proletario es aquel que no
puede vender sino su «fuerza de trabajo». En las condiciones actuales,
la raíz del término adquiere una nueva resonancia: “proletarii” es aquel
que no puede aportar más que prole a una formación que los deshecha. No cuentan ni siquiera como «fuerza de trabajo». Se trata, pues, de la producción
por parte del capitalismo financiero de una ciudadanía de segunda mano
global afectada por la pauperización de sus condiciones de vida y sólo
tangencialmente vinculada al mundo de la producción (económica).

Aunque
se insista en el carácter cíclico de la economía capitalista (con sus
momentos contractivos y expansivos) y se enfatice la necesidad de
reconversión o “reciclaje” (y el término ya es un síntoma) de los
perfiles laborales para mejorar la “empleabilidad”, lo que está en
juego no es la inclusión universal de los otros en igualdad de
condiciones, sino el trazado político-cultural que establece la frontera
entre los sujetos que pueden acceder a algún tipo de trabajo en
condiciones de creciente deterioro material y los que no tienen la más
mínima posibilidad de ser reincluidos en ese campo, ni siquiera en sectores donde la explotación laboral adquiere visos más esclavizantes aún.
Abogar por un desplazamiento de problemática equivale a dejar de situar
el desempleo como causa de la “pobreza”, para pensar la producción de
las carencias estructurales –incluyendo el paro- como consecuencias
necesarias del capitalismo financiero (avalado tanto por los estados
nacionales vigentes como por las instituciones políticas y financieras
internacionales). Si bien esta producción de carencias es
consustancial al capitalismo –mucho más, tras el “derrumbe del Muro” en
1989-, la centralización del sistema financiero en su fase actual y la
primacía mundial de las grandes corporaciones trasnacionales acrecienta
de forma drástica estas condiciones en el núcleo mismo de la economía
del excedente. La liquidación de millones de puestos de trabajo, el
desajuste entre mano de obra excedentaria y necesidades productivas y el
desguace de un fallido estado de bienestar conducen en este punto al
incremento porcentual de la población en esta situación marginal. Si la
promesa del “pleno empleo” constituye una imposibilidad estructural en
este modo de producción, en las actuales condiciones (y no sólo en
Europa) esta imposibilidad consolida la realidad de la carencia
expandida en cientos de millones de personas, declaradas técnicamente prescindibles.
La conclusión es drástica: desde la perspectiva del capital, esos millones de vidas humanas carecen absolutamente
de relevancia, tanto desde la dimensión de la producción como del
consumo. El “problema” queda restringido a la gestión de esta masa
marginal. Se trata de una ciudadanía de segunda mano, cada vez más
extendida, tratada en la práctica como «deshecho humano» (por usar los
términos de Zygmun Bauman), esto es, como excedente que hay que reciclar en cierta medida (2).
Apenas somos suficientemente conscientes de lo que supone construir el
planeta como una poderosa y descontrolada fábrica de residuos. La naturalización de una «cultura de los residuos» carece de precedentes. Ante el “horroroso espectro de la desechabilidad” (3),
incluso quienes serán los próximos en la lista prefieren frecuentemente
cerrar los ojos o desviarse hacia un centro comercial, soñando con
hacerse «indispensables» a partir de unos «méritos» con fecha de
caducidad.

No hay ningún significado estable en ese cierta medida. Si el límite de la social-democracia era la indigencia
(reciclar para evitar la miseria o pobreza extrema dentro de las
fronteras nacionales), el neoliberalismo no parece tener un límite
intrínseco: las únicas razones para el reciclaje residen en la gestión
del riesgo, esto es, en regular la aparición de la “amenaza
terrorista”, el incremento de la “delincuencia” y la aparición de
“movimientos sociales” con potencial subversivo (identificados, en
última instancia, como una variante local del terrorismo global [4]). En
el contexto de la globalización capitalista, no es la evitación de la
muerte de millones lo que importa sino la gestión de un excedente de
supervivientes que hay que mantener bajo control. La
constitución del capitalismo en una máquina biopolítica fascista, ligada
a regulaciones culturales específicas, no es ninguna metáfora: cada
día, por medios diferentes, confina y elimina flujos humanos
“técnicamente prescindibles”.
2) La problemática de la marginación sistémica
Aunque
el alcance de las tesis precedentes rebasa cualquier realidad nacional,
algunas informaciones empíricas al respecto, atinentes a la situación
en España, ilustran la realidad de esta catástrofe evitable. Según el
último informe disponible realizado por la “Red de lucha contra la
pobreza y la exclusión social EAPN” (5), ya en 2010 había en
España 11.666.827 de personas en situación de pobreza, un millón más que
en 2009. A pesar del compromiso formal con la estrategia común de la
Unión Europea de reducir para el 2020 en un 25% la pobreza en los
propios países miembros, la tendencia (no sólo a nivel nacional) es
exactamente la contraria. La conclusión del informe es inequívoca: “La
diferencias entre los datos de 2009 y 2010 muestran un avance claro de
la pobreza y la exclusión social, que las medidas y estrategias no han
logrado detener, menos aún disminuir”.

Por
su parte, en la estimación del INE se plantea una variación de poco
menos del 5 %. Según el Instituto Nacional de Estadística, en 2011, el
21,8% de la población residente en España está por debajo del umbral de
riesgo de pobreza (situándolo en 2010 en el 20,7% [6]). Aunque la
medición según el AROPE sería ostensiblemente superior para 2011, en
cualquier caso los resultados son de por sí suficientemente graves como
para advertir un crecimiento de la pobreza que las actuales políticas
neoliberales no harán sino agravar de forma vertiginosa, tal como
ocurrió en el contexto latinoamericano en la década de los 90 del siglo
pasado.
Si bien no es mi propósito iniciar en este contexto una
discusión técnica sobre las mediciones de la pobreza, es importante
señalar que “(…) hablar de pobreza hoy en día significa aproximarse a un
complejo mosaico de realidades que abarcan, más allá de la desigualdad
económica, aspectos relacionados con la precariedad laboral, los déficit
de formación, el difícil acceso a una vivienda digna, las frágiles
condiciones de salud y la escasez de redes sociales y familiares, entre
otros” (7), lo que exige, según estos autores, introducir un
concepto más amplio de «exclusión social», que contempla mecanismos de
marginación más complejos y multifacéticos que los considerados en el
concepto de «pobreza».
Si comparamos estas informaciones con
las macrotendencias mundiales se puede comprobar que los índices de
pobreza nacionales se aproximan a la tasa de pobreza mundial. Sin
embargo, mientras organismos como el Banco Mundial prevén una
disminución de la pobreza extrema en el mundo, organismos como la OCDE
prevén su aumento en España. Los altos índices de pobreza y exclusión
social que en otros períodos históricos se atribuían, de forma
eufemística, a los “países en vías de desarrollo”, corresponden hoy a
una buena parte de los países presuntamente “desarrollados”. Por lo
demás, si bien hay sobradas razones para anticipar un crecimiento de la
pobreza en España en los próximos años, hay también buenas razones para
poner en duda el optimismo eufórico que organismos como el Banco Mundial
muestran con respecto a la disminución de la pobreza extrema o
pobreza absoluta a nivel mundial en el período 2005-2010. El problema de
esta medición es doble: no sólo precede a la recesión o desaceleración
de los países centrales y a la crisis financiera mundial (los últimos
datos refieren a 2008), sino que no establecen ninguna correlación entre
diferentes políticas económicas y las variaciones significativas en la
distribución geográfica de la pobreza. Según los datos aportados, la
tasa de pobreza disminuyó del 52% de la población mundial en 1981 al 42%
en 1990 y al 25% en 2005 (unos 1400 millones de personas), lo que
probaría que el “mundo está bien encaminado”. Sobre la base de esas
estadísticas, el BM estima que para 2015 la población en situación de
pobreza extrema será de 883 millones de personas (correspondientes a un
15 % de la población mundial [8]). Sin embargo, no tenemos
ninguna razón para tomar en serio estas proyecciones tranquilizadoras:
su base estadística es inválida, en tanto omite los efectos de la
debacle iniciada en 2008 sobre la población mundial.


La fantasía de un “mundo bien encaminado” hace indiscernible la pregunta acerca de qué países han logrado disminuir la pobreza extrema y cuáles no. La conclusión es nítida: en el grupo en que la pobreza extrema se ha reducido se sitúan diferentes países latinoamericanos y asiáticos, mientras que en el grupo en el que ha aumentado, se encuentran diferentes países europeos y EEUU, entre otros. Es válido, por tanto, extraer conclusiones contrarias a las del BM: los países que han mejorado sus índices de pobreza extrema son precisamente aquellos que se han negado a aplicar los recetarios neoliberales que este organismo financiero prescribe. En este sentido, su euforia infundada no permite dimensionar en lo más mínimo la magnitud del desastre en términos de un empobrecimiento social generalizado que, sin llegar al límite de la miseria o la pobreza extrema, viven en situación permanente de “riesgo de exclusión social”. Basta mencionar el Indicador de Pobreza Multidimensional (IPM), elaborado por la ONU y la Universidad de Oxford, para poner en duda las estimaciones del Banco Mundial. Según este IPM, en 2011 a nivel mundial hay más de 1.700 millones en situación de pobreza extrema, es decir, un tercio de la población mundial, planteándose graves privaciones en salud, educación o nivel de vida (9).
En síntesis, la hipótesis del declive de la pobreza extrema
no hace sino ocultar la creciente desigualdad socioeconómica a nivel
mundial y el aumento de personas que se mueven entre la línea de la
pobreza relativa y la absoluta. Es suficientemente sintomático que 4.000
millones vivan con una renta per cápita anual inferior a los
1.500 dólares (aunque desde luego el poder adquisitivo real varíe según
los países) y que el 20% de la población más rica acapare más del 85%
del consumo mundial. Aunque podríamos seguir ahondando en estos
aspectos, lo antedicho alcanza para concluir que España está afectada
por un proceso de precarización generalizada que no es en absoluto
inédito en la historia del capitalismo, sino uno de sus axiomas
fundamentales: la marginación sistémica como condición de su
reproducción ampliada.

3) El mundo como vertedero
La
noción misma de «exclusión social» no debe inducir a engaños. Dar
cuenta del umbral en el que vivimos supone no perder de vista dos
realidades yuxtapuestas que aquí no puedo más que mencionar grosso modo.
La primera puede conceptualizarse bajo el concepto de «inclusión
subordinada», en la que cabe analizar bajo qué modos jerárquicos y
subalternizantes se produce la inclusión de las personas no sólo en el
campo laboral sino, en general, en la vida social y cultural tanto en
los países centrales como en los periféricos. Más que reforzar la
dicotomía entre inclusión y exclusión, se trata de analizar qué tipo de
inclusión se produce con respecto a determinados colectivos y el modo en
que se producen las «periferias interiores» de los países centrales. El
ejemplo de los “colectivos de inmigrantes”, en el plano de los mercados
de trabajo, es claro. Además de ser una de las poblaciones que más
padece la exclusión laboral directa (en España superan en más de 13
puntos el porcentaje de parados locales), es uno de los colectivos que
más afectado está por este tipo de inclusión segregada, confinados en
unos pocos sectores económicos de baja cualificación, con salarios más
desfavorables con respecto a los trabajadores locales, con mayor nivel
de temporalidad, en puestos subalternos y otros perjuicios sistémicos (10).
La tranquilizadora idea de “inclusión” oculta la desigualdad radical en
la que diferentes sujetos participan en un campo específico, sea el
económico, el político o el cultural. Habrá que recordar, pues, que la
inclusión no basta si no incluye, como principio constitutivo, la
igualdad material.
La segunda noción que resulta central
considerar es la de «exclusión inclusiva», acuñada por Agamben, que
remite a lo que es incluido como excepción por el sistema y que, sin
embargo, no pertenece a él o, dicho de otra manera, “el ser incluido a
través de una exclusión” (11). Extraer todas las implicaciones
que suponen estas categorías rebasa estas páginas, pero lo dicho es
suficiente para advertir que los “excluidos” son reincluidos de
múltiples formas, bajo la marca de su estigma. Son objeto de múltiples
políticas, situados fuera de una «normalidad» construida a partir de un
«poder normalizante» (12) que desplaza de un análisis económico a
un análisis institucional que implica lo político y lo cultural: los
“anormales” más que meramente abandonados, tanto para el estado como
para el mercado y la industria cultural de masas, son portadores de una
peligrosidad que debe controlarse de forma más o menos minuciosa y
someterse a estrictas regulaciones que incluyen desde una política de
reciclaje hasta una política de encierro, sin excluir mecanismos de
excepción como la criminalización, el asesinato selectivo, la guerra
franca o la propagación planificada de hambrunas y enfermedades
endémicas.
Aunque los «anormales», estudiados por Foucault en
otro contexto, no pueden ser identificados de manera válida con este
ejército de sujetos marginados (lo que Bauman denomina «parias de la
modernidad»), también es cierto que este ejército bien podría constituir
en la actualidad una de sus especies. Producto de una marginación
sistémica que adquiere modalidades diferentes ligadas al eje inclusión/
exclusión, la formación capitalista actual produce categorías
identitarias de lo monstruoso que, no obstante asignarle un estatuto de
excepcionalidad, tiende a convertirlas en regla.

Es precisamente esa regularidad de la excepción lo que se insinúa en un sistema-mundo convertido en un inmenso vertedero humano, en el cual «inclusión exclusiva», «inclusión subordinada» y «exclusión social» no sólo no se excluyen mutuamente, sino que se articulan en relaciones de contigüidad. De forma más visible que en otras variantes del capitalismo, la alianza neoconservadora entre economía de mercado, estado policial y cultura de masas lanza con fuerza renovada el interrogante acerca de la reconstitución del fascismo en nuestra sociedad globalitaria.
Fuente:Arturo Borra Rebelión
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