Cartuja de Vallparadís. Convento de Vall de Sant Jaume
En 1110, Ramon Berenguer III vendió un alodio situado en la parroquia de Sant Pere de Terrassa a Berenguer de Sala, obligando a este último a construir una fortaleza. El castillo estaba en construcción en 1123, y en 1130 su propiedad había pasado por herencia a Guillem de Terrassa, familia que mantuvo durante muchos años la propiedad del lugar. En 1344, Blanca de Centelles, una hija de Saurina de Terrassa, feudataria de Vallparadís, viuda y sin descendencia, dio el castillo a los cartujos para instituir un nuevo monasterio de esta orden, después de obtener la oportuna licencia de Pedro el Ceremonioso.
A pesar de las reformas, el castillo no reunía las
condiciones necesarias para desarrollar la actividad propia de una cartuja y
pronto se hizo patente que era necesario un cambio de ubicación en un lugar más
adecuado. En 1413 vendieron el castillo a los carmelitas para poder adquirir la
finca de Montalegre, en 1415 se formalizó la fundación de esta última, después
de una bula del papa Benedicto XIII, emitida con el fin de facilitar el
desarrollo de las dos cartujas cercanas, de Sant Pol del Maresme fundada sobre
un antiguo priorato benedictino en el año 1269 y ésta de Sant Jaume de
Vallparadís de Terrassa.
El establecimiento de los carmelitas fue posible gracias al
mecenazgo de Bertran Nicolau, mercader de Barcelona que también intervino en
otros establecimientos monásticos en aquella época: Sant Jeroni de la Murtra
(Barcelonès) y el convento de Domus Dei de Miralles (Baix Llobregat), entre
otros establecimientos beneficiados con donaciones. Esta casa continuó con el
nombre de Vall de Sant Jaume, de época cartujana. Si la vida de la cartuja fue
corta, la del convento carmelita fue aún más efímera: en 1423 se extinguió. El
castillo fue adquirido por los Sentmenat, que fueron sus propietarios hasta el
siglo XIX. El lugar ha sufrido muchas modificaciones, primero para adaptarlo a
cartuja y más recientemente con la reconstrucción del siglo XX. Ahora es la
sede del Museu de Terrassa.
La labor del copista tuvo gran importancia social en el Antiguo Egipto, donde los escribas o copistas eran muy valorados en una sociedad cuya escritura jeroglífica era un saber al que accedían solo unos pocos, y por su necesidad para las clases dirigentes, ocupaban un alto lugar entre la jerarquía administrativa. El escriba, siempre de familia principal, aprendía de un escriba experimentado las enseñanzas de su oficio desde niño. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, el escriba egipcio utilizaba como soporte el papiro, elaborado tras un complicado proceso a partir la planta homónima, y usaba para escribir una pluma de caña o un tallo de la misma planta del papiro. La escritura adoptaba el sentido de derecha a izquierda en columnas verticales.
En lo que respecta a una de las características semánticas más importantes de la palabra copista, la de reproducción, difusión y conservación del libro mediante su copia, este oficio, que desempeñaban los siervos, comienza en Grecia, y más tarde en Roma. El dominus o señor hacía copiar a sus esclavos, con destino a su biblioteca particular, cualquier libro. Los libreros, que comercializaban estos manuscritos, también tenían un número variable de copistas a su cargo para atender sus necesidades de reproducción de libros.
El panorama cambia cuando son los centros monásticos los encargados de transmitir y salvaguardar el patrimonio de libros escritos. El amanuense medieval acostumbraba a escribir o aislado en su celda (el caso de los monjes cartujos y de los cistercienses) o en el scriptorium (escritorio), que era una dependencia común del monasterio acondicionada para tal fin, allí trabajaban muchos monjes o monjas a la vez. En esta sala los religiosos escribían habitualmente al dictado, o traducían los libros escritos en griego o en latín con lo que se podían efectuar varias copias simultáneamente. Era un trabajo ingrato, que obligaba a forzar la vista, debido a la luz pobre que en general penetraba en los monasterios medievales. Cada día el copista trabajaba en un fragmento del ejemplar o modelo encomendado, o bien podían trabajar varios copistas al mismo tiempo en un códice repartiéndose los cuaterniones o cuadernillos. Algunos de ellos se autoretrataron en los textos que escribían, como fue el caso de Guda, iluminadora alemana del siglo XII, que dejó constancia de su trabajo retratándose dentro de la letra mayúscula del manuscrito que copiaba.
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